No resulta fácil entender la lección de hoy. Unos trabajando tan sólo una hora y a la «fresca», reciben el mismo salario que otros que han doblado el lomo desde el amanecer teniendo que soportar el bochorno del mediodía.

¿Es justo? Desde luego que no, según nuestra estimación de lo justo.

A nuestros ojos tienen razón los que protestan.

Pero si planteamos la cuestión desde otra perspectiva, la cosa cambia.

Y cambia porque lo injusto sería pagar a una persona medio sestercio, que es la parte proporcional a los cuatro sestercios, es decir a un denario, el precio estipulado por jornada. 

¿Podría una familia sobrevivir con esos céntimos diarios?

En teoría, todos tienen derecho a un trabajo digno, lo injusto será que no resulte efectivo en la práctica, que jornaleros como los de la parábola, hayan estado esperando en vano a ser contratados.

Lo injusto será que, pese a su disposición a ganarse el pan con el sudor de su frente, no puedan llevarlo a los suyos.

¿Será injusto que sus familias reciban lo necesario para vivir?

Este planteamiento va en términos de bondad y generosidad pero también de justicia. No se trata de premiar al holgazán, sino de dar a cada uno lo que merece su dignidad de persona, dar según su necesidad y no según su esfuerzo o la duración de su jornada que no siempre depende de su voluntad. Aquí no vale el registro de horario laboral, no importa la hora de entrada que se fiche. Tampoco vale la contabilidad. En el territorio de Jesús la cuenta de resultados no cuadra como las nuestras.

El cristiano, el seguidor de Jesús, ha de cruzar un umbral que le sitúa en otro ámbito de convivencia y relación social donde la justicia tiene otra vara de medir, la de Dios.

Los trabajadores de la primera hora han soportado el peso y el calor de todo el día pero desde su comienzo han gozado la satisfacción y la seguridad de saber que van a poder llevar a su familia lo necesario.

Los trabajadores de última hora, en cambio, han sufrido la desazón y la angustia de verse en un paro no retribuido y a su familia mendigando el pan.

¿Será injusto darles lo que necesitan?

¿No es justo dar a los primeros lo estipulado, es decir, lo suficiente para no pasar penuria?

¿A qué, pues, las envidias y los agravios comparativos?

La justicia del Señor no es como la nuestra. Sus caminos no son nuestros caminos. Nosotros atendemos a las apariencias, Él mira el corazón. A sus ojos todos somos iguales en dignidad, iguales en fraternidad. Todos somos sus hijos.

Y Jesús nos avisa: «Sed buenos como mi Padre es bueno» «Sed justos como mi Padre es justo y hace salir el sol y caer la lluvia sobre buenos y malos».

Y San Pablo recalca: «Tened los mismos sentimientos y la misma mentalidad que Cristo Jesús».

 

Sor Áurea Sanjuán, op