El miedo es una buena cosa. Gracias a él evitamos peligros, tenemos la necesaria energía para enfrentarnos o para huir cuando escapar sea lo prudente, y paradójicamente el miedo nos hace valientes. El miedo es la condición para la valentía porque es valiente aquel que sintiendo miedo lo supera. Sentir miedo no es ser cobarde.

Cobarde es aquel que ante la sensación del miedo se repliega y paraliza. En este caso el miedo es una mala cosa. Contra ese nos previene Jesús.  Está hablando de la misión y animando a los suyos a misionar. El Reino necesita obreros valientes, es decir gente capaz de superar las adversidades, de hablar del Reino y vivir por y para el Reino. «Aquel que se declare por mí ante los hombres, también yo me declararé por él ante mi Padre».

El texto parece enigmático pero situado en este contexto resulta claro, Jesús se nos revela en la intimidad, en esa alcoba que hay que cerrar para orar en silencio y soledad, sin alharacas ni suntuosas filaterías, ante el Padre que ve en lo secreto, allí el Espíritu nos instruye pero esta enseñanza no puede quedar oculta, hay que publicarla desde los balcones y las terrazas, desde las iglesias y desde las redes sociales. Nada debe quedar oculto. El cristiano ha de ir por el mundo a pecho descubierto y con frecuencia contracorriente, gritando el ansia y el deseo de esa libertad a la que nos empuja la verdad, esa verdad que es Jesús, su mensaje, su buena noticia.

No hay que tener miedo. Si el miedo nos sobrecoge y paraliza, ese miedo escondido en el corazón saldrá a la luz del día y si tuvimos miedo al fracaso éste se hará patente.

Nos avergüenza confesar nuestro miedo y sin embargo es un sentimiento bastante común. Todos podríamos contar alguna anécdota, alguna situación en la que tuvimos miedo.

El miedo está instalado en nuestro corazón ya desde antiguo. Es la emoción que evidencia nuestra inseguridad y vulnerabilidad. Nos sentimos presas de fuerzas reales o imaginarias que nos superan y acongojan, como lo expresa el profeta Jeremías en la primera lectura de la Eucaristía de hoy:

“Oigo el cuchicheo de la gente:

pavor en torno;

delatadlo, vamos a delatarlo».

Jesús mismo tuvo miedo: » Si es posible que pase de mí este cáliz».

Hoy, ahora mismo, el “bicho” más diminuto nos mantiene a raya. El Covid-19 nos ha robado los abrazos, nos ha robado la sonrisa ya inútil detrás de la mascarilla, nos ha robado el calor de la mano amiga y nos ha impuesto el metacrilato o la llamada » distancia social», que nos aísla a unos de otros. ¿Nos tenemos miedo?…

Jesús nos tranquiliza. El Padre cuida de los gorriones y nosotros valemos mucho más, hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados. Pero esta tranquilidad no es la confianza de que no me pasará nada. No nos asegura la invulnerabilidad sino el saber que los males que nos acosan no podrán matar ese núcleo más íntimo, protegido por el mismo Padre celestial. Es la seguridad de que los contratiempos no me anularán. El virus o la violencia, la enfermedad, la agresión, el fracaso, la mala fortuna o el accidente fortuito… podrán arrebatarnos incluso la vida, pero no conseguirán arrebatarnos el alma.

 No tengamos miedo, valemos más que muchos pajarillos y de todos ellos cuida nuestro Padre.   

Sor Áurea Sanjuán, op