SOMOS LO QUE COMEMOS

Hay algo en lo que todos, absolutamente todos, coincidimos y en esta afirmación no hay riesgo de error. Todos deseamos salud y todos deseamos vida.

Para conseguirlo, aunque aquí ya no todos, cambiamos a modos de vida, que hoy, con nueva cultura, hemos aprendido que son los saludables. Sustituimos prolongados tiempos de descanso por actividad y movimiento. Adoptamos dietas que conllevan privaciones. Sabemos que el sedentarismo mata y que la comida con exceso o inadecuada provoca enfermedades que devienen crónicas.

Nuestra salud y energía tienen mucho que ver y son en gran parte consecuencia del alimento que ingerimos o dejamos de ingerir.

El comer y el qué, el cómo y cuánto comemos, es esencial para la vida.

Jesús lo sabe y escoge los elementos más básicos y asequibles para la subsistencia y con ello nos dice que se queda, que estará con nosotros siempre y que con nosotros quiere compartir lo más vital, constante y continuado, porque el comer, buscar qué llevarse a la boca cada día, ha movilizado y moviliza a todo ser viviente.

Jesús nos dice: “Mi cuerpo es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida”  y al decirlo lo hace con su mentalidad de judío, según la cual al hablar de «cuerpo» entiende la persona al completo y al decir «sangre» está diciendo «vida». Jesús se nos da por entero, se nos da él mismo sin esa dicotomía griega que después heredamos.

Teniendo esto presente cobran mayor sentido y fuerza las palabras que el evangelista Juan pone en boca de Jesús:

«Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo el que coma de este pan vivirá para siempre. El pan que yo le daré es mi carne para la vida del mundo».

Su cuerpo, es decir, Él mismo, es verdadera comida, su sangre, es decir, su vida, es verdadera bebida y es que Jesús sacia toda nuestra hambre y toda nuestra sed.

Comer y beber su cuerpo y su sangre es asimilar al propio Jesús y es compartir su vida. «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y Yo en él». Somos lo que comemos. Somos, debemos ser Jesús. Sus sentimientos han de ser los nuestros. Nuestros pensamientos no han de ir por vericuetos extraños sino que se han de adecuar a los de Jesús. Nuestro hacer, nuestro mirar, han de ser las manos y los ojos de Jesús. Nos lo dice Él: «El que me come vivirá por Mí».

Al igual que hoy, este discurso de Jesús provocaba reacciones adversas o cuanto menos incrédulas: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»

Hoy decimos: ¿Cómo puedo ser Jesús en un ambiente tan hostil y competitivo? Jesús nos dice que Él es manso y humilde de corazón. ¿A dónde voy con mansedumbre y humildad? ¡Se me comerán!! Justamente es lo que hizo Jesús y quiere que hagamos en su memoria: Partirse, repartirse, dejarse comer y ser la vida de muchos. Es la adoración que se nos pide. Esta semana hemos leído en el Oficio: «Lo mismo que un cuerpo sin espíritu es un cadáver, así la fe sin obras es un cadáver (Santiago 2,16).

¡Ojalá  seamos capaces de quemar horas delante del Sagrario siempre que de ellas saquemos el vigor y la energía para ese partirse y repartirse. Comer y dejarse comer. Contemplar y dar lo contemplado!

Sor Áurea Sanjuán, op