El gran poeta checo Jaroslav Seifert cierra sus memorias con una anécdota agridulce, entre simpática y reveladora. Cuenta que cuando, ya edad avanzada, se encontraba en el hospital para hacerse unas pruebas, una enfermera le preguntó si le gustaban las poesías. Seifert, no sin sorpresa, contestó afirmativamente y luego se interesó por el motivo de su curiosidad. La chica le dijo entonces: Es que como se llama usted igual que el poeta Jaroslav Seifert… «.

Sin duda el autor apreció el aspecto humorístico del asunto, porque sus escritos revelan a un hombre enamorado de la vida, con un optimismo y vitalidad desbordantes; basta pensar que, tras haber vivido dos guerras mundiales, aún tituló su autobiografía: «Toda la belleza del mundo».

Pero hay también una cara menos amable en la confusión de la joven, incapaz de reconocer en aquel hombre entrado en años que esperaba su turno entre los demás pacientes achacosos, al autor de una vasta obra de la que, al menos, había oído hablar.

Con frecuencia padecemos -todos- esta miopía selectiva que consiste en reducir a las personas a una sola dimensión, por más que esta sea accidental o pasajera. En ocasiones nos inducen a ello las circunstancias, otras estamos predispuestos a ejercitar nuestro afán clasificatorio y, así, nos limitamos a ver enfermos en el hospital, ancianos en la residencia, internos en el centro penitenciario…

Por lo general, nos negamos a creer que, tras una apariencia claudicante, triste o hasta desastrada, como la del que nos pide una moneda por la calle, pueda haber un poeta genial, un joven todavía lleno de ilusiones, una inteligencia penetrante o la comprensión del mundo que dan los años. Como esos operarios que escogen la fruta para que solo llegue a los supermercados la más vistosa y de mayor tamaño, separamos a las personas por su aspecto, les ponemos una etiqueta y nos negamos a imaginarles cualquier otra realidad.

Descubrir lo oculto tras las apariencias, Sin embargo, muchas veces las lustrosas manzanas que brillan bajo la luz fluorescente de los expositores son por completo insípidas, carecen de aroma. Uno las muerde y no las distingue del plástico en que suelen venir envueltas, mientras que los frutos que han sido rechazados en la criba o se cogen directamente del árbol, siendo de menor calibre o teniendo la piel llena de manchas e imperfecciones, ofrecen un sabor más intenso, un jugo dulce y abundante. Y es que hasta la piedra que desechan los arquitectos puede servir como piedra angular…

Se necesita una percepción exigente, capaz de penetrar los envoltorios, de contem-

plar a cada uno como a alguien nuevo y especial, una actitud infantil que no rechace nada de lo que encuentra a su alrededor; una visión de artista, en definitiva, que recoja y ponga de manifiesto «toda la belleza del mundo».

Si la visita de Seifert al hospital se hubiera producido unos años más tarde, seguro que no habría dado lugar a confusión alguna, porque la enfermera habría identificado a su paciente como el premio Nobel de Literatura cuyo retrato aparecía en todos los periódicos. Quizá incluso su trato hacia él habría sido diferente/ deferente, como si el galardón lo hubiera convertido en una persona distinta; sin embargo, la calidad de sus versos, que ya estaban ahí antes de recibirlo, no había cambiado, seguía siendo la misma.

Decía Saint-Exupéry, en cita demasiado repetida (las palabras deben usarse con mesura si no queremos que pierdan su filo), que lo esencial es invisible a los ojos. Todos lo sabemos, pero cuántas veces se nos olvida al cabo del día…

 

                                                                                                                      MARTIN COLABORADOR         

                                   Texto publicado en la Revista “AMIGOS DE SAN MARTÍN”, n. 573

                                                                       Espacio de espiritualidad cristiano-dominicana