ERAN UN HOMBRE RICO Y UN HOMBRE POBRE

Era un hombre tan rico que sus trajes los diseñaban afamados modistos y vestía las mejores marcas. Tan rico que sus comidas cotidianas eran auténticos banquetes preparados por renombrados cocineros y su casa uno de los más suntuosos palacios del país.

Muy cerca de su portal escondido en un recodo del jardín, oculto a los guardias de seguridad, se refugiaba un sintecho cuya única fortuna era poseer un nombre, se llamaba Lázaro.

Todos los días bajaba el rico a solazarse en su edén. Lázaro se sobresaltaba al sentirlo a su lado y aunque tímidamente se atrevía a mendigarle un mendrugo de pan, pero el rico lo ignoraba y pasaba de largo.

Sucedió que un día Lázaro murió y los ángeles lo llevaron al Cielo.

Pasó el tiempo y el rico también murió y se vio precipitado al abismo.

La suerte del rico y la de Lázaro se invirtieron.

Conocemos el resto de la historia, una historia que no es necesario llevarla al más allá, sus resultados están aquí y ahora. Por lo pronto presentada así, tan a lo bruto, nos queda lejos, ni poseemos la fortuna del rico ni somos tan pobres como Lázaro. Ni derrochamos lo que tenemos banqueteando ni mendigamos en un portal. La historia, pensamos, atañe a otros. No va conmigo.

Nos gustan las historias y las lecciones que nos sirven para aleccionar a los demás, fácilmente encontramos y señalamos a quién debe aplicarse el cuento, quién debería tomar cartas en el asunto y vela en el entierro.

No caemos en la cuenta, pero la parábola de hoy nos atañe a todos y a cada uno. No va con el hecho de tener o no dinero, sí con nuestra actitud ante la vida y ante los otros.

Todos somos epulón, es decir opulentos, ricos en algo. Y todos somos Lázaro, necesitados y dependientes de otros. Todos tenemos riquezas y alguna que otra pobreza.

Todos tenemos algún Lázaro cerca, no sólo al pobre de la esquina, ni solamente a los necesitados que acuden a la «Gent de la Consolació». Todos tenemos cerca, quizá conviviendo con nosotros, algún pobre con nombre propio, necesitado no de dinero sino de comprensión, de cuidados de valoración y de atención.

El evangelio de hoy, con su entretenida historia, nos invita a una reflexión profunda.

¿Cuál es mi actitud ante la vida y ante los otros, los de lejos pero también ante quienes conviven conmigo?

¿Es mi postura solidaria y caritativa? ¿Valoro o ignoro y menosprecio?

¿Creo a mi alrededor espacios de armonía y bienestar o de revancha y acritud?

¿Construyo a mi alrededor espacios de cielo?

                                                                                                           Sor Áurea Sanjuán, op