PENTECOSTÉS

Ha llegado el tiempo nuevo. Jesús ya no está pero no es tiempo de orfandad. Ese Jesús que aunque resucitado han dejado ya de ver los discípulos, prometió no dejarnos huérfanos. En Pentecostés se cumple su promesa, el Espíritu llega y ha llegado para recordarnos que tenemos una misión. Una misión encomendada por el mismo Jesús, «sed mis testigos», anunciad a todos los pueblos y a todas las gentes que “en la casa de mi Padre tienen su casa»… La casa del Padre Dios es la casa de todos. Ya no hay distinción. Ni raza ni etnia ni lengua alguna nos divide. «Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús (Gálatas 3,28). La igualdad ha llegado.

«Partos, medos, elamitas y habitantes de Mesopotamia, de Judea y Capadocia, del Ponto y Asia,  de Frigia y Panfilia, de Egipto y de la zona de Libia que limita con Cirene; hay ciudadanos romanos forasteros, tanto judíos como prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios en nuestra propia lengua».

Una manera de expresar y simbolizar a todos los puebles y a todas las gentes. El Espíritu irrumpe y llega a todos los rincones y a todos los corazones.

Mirad cómo el círculo de los elegidos se amplía. «Sed mis testigos», es el encargo de Jesús que nos recuerda el Espíritu. Ha llegado nuestro tiempo. El tiempo de la Iglesia, una Iglesia pecadora y humillada. Una Iglesia que ya no se confunde con el gueto de los buenos.  Ya no hay impuros y puros, todos necesitamos purificación. Pero hoy irrumpe el Espíritu, derribando muros y fronteras. El Espíritu Santo desciende sobre cada uno y nos hace comprender el mensaje de la unidad. «Padre, que todos sean uno”.

Las lenguas de fuego nos están diciendo que hemos de arder en el amor autentico, en ese amor a Dios que es imposible si no incluye el amor al hermano. Las lenguas de fuego nos dicen que hemos de purificar nuestro sentir y nuestro hacer para que se manifieste el rostro nuevo de una Iglesia nueva, ya sin mancha ni arruga. ¡Una Iglesia en marcha!, abierta a los dones del Espíritu de la que se pueda decir aquello del Cantar de los Cantares 4,7:

«Toda tú eres hermosa, amada mía, y no hay defecto en ti».

Pero no olvides que la Iglesia no son las altas jerarquías. Los jerarcas son Iglesia en cuanto que son cristianos. La Iglesia es cada uno de los cristianos, la Iglesia somos tú y yo.

                                                                                                        Sor Áurea Sanjuán, op