¿TESTIGOS?

(Lucas 24, 46-53)

La fiesta de hoy, la Ascensión del Señor, marcó la tarea a sus discípulos y en ellos a nosotros que debemos continuar su misión, la misión de ser testigos de Jesús.

Al testigo se le exige decir la verdad sin ambigüedades, rodeos ni tergiversaciones. Decir la verdad es la esencia del ser testigo.

¿Cómo podemos serlo? ¿Cómo ser testigos nosotros, que seguimos inquietos y a oscuras buscando una verdad que se nos escabulle de entre los huecos de nuestras inseguridades? Dice el salmo: «Tu rostro buscaré, Señor“ y San Agustín: “nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.

Buscamos la Verdad plena y absoluta. Tal vez pensamos haberla encontrado sabiendo que Jesús es esa Verdad pero a la vez somos conscientes de que toda nuestra vida ha de ser el continuo intento por apartar tantas nubes que nos la ocultan, un proceso de aprendizaje entre dudas y zozobras, sabiendo que sólo al final, al doblar la última esquina conoceremos la Verdad.

Mientras tanto ¿cómo ser testigos? Mientras caminamos, lo que se nos exige es la verdad en cuanto a coherencia. La coherencia del pensar, del decir, con el hacer. La coherencia en nuestro vivir. Ser coherentes con lo que anunciamos, con lo que decimos creer, es lo que nos cualificará como testigos. No se nos exige afirmar lo que no hemos visto ni oído, lo que las nubes nos encubren. Se nos exige la sencillez y la humildad del no saber pero la coherencia entre el vivir y la fe que profesamos.

Se nos exige ponernos en marcha. No podemos quedarnos quietos o adormilados. A los discípulos se les fustiga: «¿Qué hacéis ahí parados mirando al cielo?» Hay que anunciar la Nueva Vida que es Jesús y anunciarla a todo el mundo. Una tarea ardua, casi inalcanzable para quienes seguimos nuestro propio camino entre sombras y a oscuras pero para la que el mismo Jesús nos da pautas. «Quedaos en la ciudad». No hay que buscar lugares ni quehaceres extraños. Hay que quedarse allí donde nos encontramos pero no en una actitud pasiva y encantada. «¿Qué hacéis ahí parados?». Hay que ponerse en marcha y a la vez esperar. No la espera aburrida como las esperas en las antesalas de las oficinas, o del autobús. Sino activa y expectante. Quien nos marcó la tarea, quien nos pide ser sus testigos, quien nos incita a la misión no nos dejará solos, nos mandará la fuerza del Espíritu y Él mismo estará con nosotros hasta que el mundo se acabe, acompañando e impulsando nuestro quehacer.

Sor Áurea Sanjuán, op