Evangelio según san Lucas 3, 1-6

En el año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes virrey de Galilea, y su hermano Felipe virrey de Iturea y Traconítide, y Lisanias virrey de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías:

«Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos verán la salvación de Dios.»

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Una voz grita en el desierto. Hoy tantas voces gritan en el desierto de nuestras ciudades, de nuestro corazón. ¿Cuál tenemos que escuchar? ¿Cómo discernir la voz verdadera? ¿Existe una voz verdadera?

Hay muchos gritos en nuestras ciudades: la publicidad que oferta una felicidad plena a cambio de un desodorante; los políticos que resolverán todos nuestros problemas si los votamos porque ellos conocen todas las soluciones; las nuevas ideologías que intentan convencernos de que lo que vemos y palpamos: nuestra sexualidad, nuestra ética, nuestras referencias culturales son mentira, fruto de antiguas manipulaciones socio-religiosas. Y también están los gritos del dolor de los marginados, los esclavos, los abusados, los acosados, los sin voz.

Pero también hay otro grito que se susurra muy bajito en el propio corazón: VENID A MÍ TODOS LOS QUE ESTAIS CANSADOS Y AGOBIADOS Y YO OS ALIVIARÉ. MI YUGO ES LIVIANO Y MI CARGA LIGERA.  YO SOY EL CAMINO, LA VERDAD Y LA VIDA.

Este grito que atraviesa toda la historia, que nos oferta un camino verdadero: la Cruz que salva. Este grito solo se percibe en el silencio.

Juan se adentró en el desierto y allí “vino la Palabra de Dios”. El desierto es lugar de soledad, de acallar ruidos para poder acoger el sonido de la Palabra. Es lugar de combate. Allí nos enfrentamos con nuestras fieras interiores: nuestras miserias, nuestras debilidades, nuestros pecados. Allí podemos encontrarnos con nosotros mismos. Pero allí también está Cristo que nos mira y nos muestra aquello que estamos llamados a ser: otros cristos. Y nos dice: « Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos verán la salvación de Dios.»

Y se cumplirá lo que dice el Apóstol: “que vuestro amor siga creciendo más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores. Así llegaréis al día de Cristo limpios e irreprochables, cargados de frutos de justicia, por medio de Cristo Jesús, a gloria y alabanza de Dios”.

Sor Ana Mª Albarracín