En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

—«Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje. Los hombres quedaran sin aliento por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues los astros se tambalearán.

Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad.

Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación.

Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y los agobios de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra.

Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir y manteneros en pie ante el Hijo del hombre.» (Lucas 21, 25-28. 34-36)

 

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Dios viene. Dios es el que ha venido y es el que vendrá. Pero, en todo tiempo, es El-que-viene. Él es el mismo ayer, hoy y siempre. Abraza todas las dimensiones del tiempo, porque ha muerto y resucitado, es «el Viviente».

Ante el anuncio apocalíptico de los signos extraordinarios, se nos invita a mirar: Él viene.  

  • sobre las nubes, porque es Dios.
  • con gran poder: el de su Amor salvador.
  • con la majestad infinita de su ternura que nos abraza.

Los signos son los del cielo nuevo y la tierra nueva. “Son apenas los comienzos de los dolores de parto” (Mc 13,8). ¡Los dolores de parto, aunque sean muy dolorosos para una madre, no son señales de muerte, sino más bien de vida! Son esperanza y alegría. Y esta Vida Nueva la realiza Él, nuestro Dios que viene. Él es el que hace nuevas todas las cosas. Y las hace para nosotros.

Y se nos invita a estar atentos. A ser centinelas, a estar en pie. A no dejarnos envolver por las tinieblas porque la nueva creación ya existe, palpitante, en nuestro interior. De nuestra fidelidad, de nuestra transparencia depende que todos puedan descubrir los signos de Su Venida. Porque cuando todo esto comience a suceder: “levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación”.

Pero ahora todo esto parece un sueño. Lo que vemos, lo que oímos, lo que aparece constantemente por todos lados, los signos que surgen parecen desdecir, anular toda nuestra esperanza: Ahora los “astros” han empezado a caer. El pecado nos ensucia y nos envuelve. Estamos avergonzados por todo lo que desde todos los confines de la tierra se hace público: la “Santa Iglesia”, la que pretende educar y dirigir al mundo hacia el Bien, es realmente corrupta y corruptora.

Sin embargo es ahora cuando más fuerte es nuestra esperanza, porque no se apoya ya en nuestros “méritos”. Lo único que tenemos es el Amor Misericordioso y Santo de Dios.

Éste es para la Iglesia un kairós. Es un tiempo de Dios. Todos los son, pero en concreto este doloroso tiempo de purificación es también tiempo de salvación. Tiempo de discernimiento, de ahondar en los fundamentos de nuestra fe, de renovar nuestra fidelidad, de humillarnos ante la verdad de nuestro pecado, sabiendo que allí, en lo hondo, nos encontraremos con el Corazón traspasado de Cristo que por nosotros se despojó y se anonadó.

Y allí, ante Él, podremos comprender la inmensidad de su dolor, podremos penetrar en su Interior. Mirar con sus Ojos el dolor de las víctimas, acariciar con sus Manos sus heridas, sanarlas con su Ternura.

Desde su Corazón podremos penetrar en las llagas que atraviesan el Corazón del Padre, llorar con sus lágrimas que se derraman sobre los corazones de los victimarios para transformarlos. Por estos pobres hermanos nuestros, Cristo padeció. Cuánta gracia  perdida, no acogida, porque “vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”. Ellos, ejecutores concretos de tanto mal. Y nosotros, miembros del Cuerpo de Cristo, que con nuestra infidelidad pequeña, cotidiana, con nuestra mediocridad, mermamos el trasvase de la Gracia.

Sin embargo: Dios viene. Dios es el que ha venido y es el que vendrá. Pero, en todo tiempo, es El-que-viene. Él es el mismo ayer, hoy y siempre. Abraza todas las dimensiones del tiempo, porque ha muerto y resucitado, es «el Viviente». Él con su Sangre nos lava de nuestros pecados.

Sor Ana Mª Albarracín