En el fragmento de hoy podemos ver reflejado como en un espejo nuestro propio vivir.

Dos de los discípulos de Jesús, dos de sus amigos, huyen, se alejan del lugar donde tanto habían soñado. Habían escuchado que el Reino estaba cerca, que los pobres serían dueños de la tierra, que su llanto se convertiría en gozo, pero todo acabó en nada, ahora todo había terminado por eso se vuelven a su pueblo. Permanecer en la ciudad donde su Maestro había armado tanto revuelo era, además de peligroso, seguir rumiando el fracaso. Los dos caminantes arrastran el peso de la frustración; la desesperanza ha podido con ellos. Es mejor volver a la tranquilidad de antaño, a la rutina de sus antiguas tareas, a la rutina de siempre la cual nunca debieron abandonar.

Estos sentimientos también a nosotros pueden acosarnos.  Ser seguidores de Jesús, empeñados en pasar haciendo el bien, en trabajar porque triunfen la justicia y el amor, soñar un mundo que para todos sea mejor y comprobar cómo el dolor, la iniquidad y el desafuero campan como señores y dueños de todos los ámbitos de la vida. Comprobar cómo ni tan siquiera nosotros mismos logramos mejorar, nos sumerge en el desaliento. ¿No será mejor volver a lo de antaño, cuando no teníamos noticia de Dios y por tanto no nos dolía su silencio?

Pero los dos discípulos que camino de Emaús tratan de olvidar no dejan de hablar, de recordar lo que iban dejando atrás. Tampoco nosotros logramos alejarnos y abandonar nuestros primeros sueños. El encuentro con Jesús nos marcó. Y en nuestro camino, pese a sentimientos de cansancio y desaliento, pese al bagaje de nuestras rutinas siempre queda un resquicio para la añoranza:

 

“Recuerdo otros tiempos

y desahogo mi alma conmigo:

cómo marchaba a la cabeza del grupo,

hacia la casa de Dios” (Salmo 41)

 

Esa añoranza, ese imposible olvido puede ser el resquicio por el que, como a los peregrinos hacia Emaús, se cuele un acompañante, precisamente aquel del que nos intentamos olvidar. “¿Qué conversación es esa que traéis por el camino?” “¡Qué necios y torpes sois…!”

Si estamos cansados y con un cierto desaliento, al igual que lo estaban los dos discípulos. También, como ellos, escuchemos la palabra de Jesús y sentiremos arder nuestro corazón y se caerá la venda de nuestros ojos y reconoceremos a Jesús hasta en lo más nimio, en el partir el pan. Renacidos a la alegría Pascual, regresaremos presurosos a los amigos y con, alborozados gritaremos a todo el mundo, que vive, que está con nosotros y que con él serán buenas todas las cosas, todos los aconteceres.

Vueltos a la comunidad, con el corazón ardiendo por la emoción del encuentro uniremos nuestras voces y todos juntos repetiremos: “¡era verdad, ha resucitado!”

El desencanto y la frustración serán ahora euforia, alegría y convencimiento.  

 Sor Áurea Sanjuán Miró OP