No hablaba mucho. Todo lo decía desde el silencio, porque había sentido los besos y abrazos de Dios. Vivía del gusto permanente de sus caricias. Él se había vuelto loco por ella, cuando se había pegado a su carne. María, la niña perfecta, le regala su espíritu y así enaltece el común vivir humano.

Era humilde y llena de gracia. Había abandonado todos sus títulos para cantar libremente el amanecer de la nueva creación. Su corazón latía cada hora con la memoria de un nombre repetido: Jesús, su hijo, que nacería para todos, después de los nueve meses de rigor.

María hilvanaba el tejido de su hijo con los hilos invisibles de su bondad. Su gracia ensalzaba la vida. Era la aurora. La primera luz virginal, faro de los que emprenden el camino de la esperanza de un mundo posible para Dios.

Su gracia era un beso que anudaba tres almas con alguien más: María, José, Jesús y… Dios, siempre innombrable, detrás de toda esta historia, derrochando amor y gracia para cumplir bien con su papel.

María tiene pensamientos dorados, reflejos de su vida de madre, que da porque Dios quiere y quiere porque Dios da. María, transparente, deja pasar a Dios hacia los hombres, como una marea lenta que desembarca en las playas de la humanidad.

Mientras, la niña descalza, recoge en la playa las gracias de Dios que ya arrastran sus olas.