Apareció en el desierto un extraño personaje. Se cubría con una piel de camello y una correa de cuero a la cintura. Comía aquello que encontraba en aquel erial, saltamontes y miel silvestre. Nada que ver con las amplias vestiduras de su padre, el sacerdote  Zacarías, ni con la enjundia, manjar  que procedente de los sacrificios se destinaba a los sacerdotes.

Había crecido en un medio totalmente religioso, entre los buenos que esperaban al Mesías libertador. La elección y llamada divina por la que saltó de gozo, todavía en el seno de su madre, habían hecho de él un inconformista.

Intuía que ni el incienso ni los sacrificios y holocaustos con los que tan familiarizado estaba, eran suficientes. Dios prefería “un corazón contrito y humillado”.

Su mirada profunda le hacía ver lo que otros no ven. Sentía en su interior que algo nuevo iba a surgir, que el modo de espera que sostenían sus padres y todo su clan, había caducado. Y era inapropiado el tipo de Salvador que esperaban.

Había que esperar de otra manera y de otra manera era el Mesías que iba a llegar.

Juan marchó al desierto, no a predicar, se predica en las plazas y no en despoblado.

Fue al desierto a mirar con mayor profundidad a convertir su propio corazón, pero su sola presencia convocaba, unos por curiosidad y otros más profundos por su actitud de búsqueda, insatisfechos deseaban encontrar palabras de Verdad y Vida.

Juan que se había apartado buscando soledad para interiorizar, se vio impelido a predicar y es que de la abundancia del corazón habla la boca y de la contemplación brota la necesidad de dar, de compartir lo contemplado.

Gritaba: “Convertíos, porque está cerca el Reino de los Cielos”. “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos”.

Y acudía a él toda la gente y Juan los bautizaba en el Jordán.

 

Pero un día llegaron muchos fariseos y sacerdotes a ser bautizados y ahí Juan perdió los estribos… Los conocía bien, sabía que no buscaban conversión, ellos tan observantes, tan creyentes ¿necesitaban cambiar? ¿Convertirse de qué?

 ¡Cuidado!! Es la pregunta que abierta o solapadamente, que de manera más o menos consciente, podemos hacernos “los buenos”. Son los otros los que deben cambiar.

Y Juan insiste, ¿queréis bautizaros?’ ¡Mostrad antes vuestra rectitud de intención “dando el fruto que pide la conversión”!

“Convertíos, porque está cerca el reino de Dios».

Convertirse no es tener que hacer cosas raras ni tomar medidas drásticas. Convertirse no es solo saldar nuestras cuentas rompiendo con el pecado, convertirse es además y necesariamente cambiar, cambiar del camino equivocado, cambiar el objetivo de nutra mirada. Convertirse es caer en la cuenta de que no son los otros, sino yo, quien debe cambiar. Convertirse es volverse y regresar a los brazos del Padre.

                                                                                                          Sor Áurea Sanjuán , op